Por Diego Calp

Hace un tiempo escuché esto que la gente en la actualidad llama “cultura de la cancelación”. Lo cierto es que me impresionó, ya que esto no es nada nuevo. Es más, es un proceso que ha imperado en las diferentes sociedades a lo largo del tiempo. Es un proceso inherente a la comunicación entre los miembros de un grupo, y a nivel más amplio, entre los de una sociedad.

La idea básicamente es que existe una minoría, que busca un cambio, una innovación, en el estado estático de una mayoría, de un grupo que ya tiene un estado específico y con el cual se encuentra cómodo. Está comodidad trae consecuencias, las cuales son la resistencia y/o el miedo al cambio. El miedo se produce debido a que hay que cambiar el estado estático, la costumbre del momento, lo cómodo, lo conocido, por algo que se desconoce y que es incierto; y, gracias a esto, se puede inferir muy fácilmente, que me refiero a ese miedo que tenemos los seres humanos a lo incierto, al hecho de cambiar algo que ya sabíamos cómo era, por algo que no sabemos cómo resultará.

Ahora bien, la resistencia no es lo único que genera la cancelación o censura de lo que pretende la minoría. Evidentemente si es una de las razones, pero cabe tomar también otra cuestión, que es la intensidad con la que la mayoría se convence de la necesidad de censurar. Es decir, que ciertas acciones de la minoría van a intensificar o reducir esa posible censura.

Por un lado, se encuentra la explicación de la innovación en si misma. Está debe ser específica, clara, evidente y, sobre todo, congruente. A fin de que la mayoría pueda está segura en su totalidad de cual es el cambio que se propone y que no entre en confusión, o piense algo que no es, o crea que están tratando de engañarla o pedirle algo descabellado.

La otra cuestión tiene que ver con el cómo proceder para convencer a la mayoría de este cambio. Aquí nos encontramos con una complicación, en especial en la actualidad. Generalmente hay dos maneras de hacer esto; una es tratar de persuadir de forma pacifica a la mayoría acerca de la conveniencia de generar el cambio innovatorio, o dar a conocer alguna forma en la que ambos puedan llevarla adelante sin que existan perdidas de los intereses de cada una; y la otra, evidentemente, es la riña, la reyerta, la escaramuza o, la actualmente denominada, iconoclasia.

Queda entonces claro que, tanto la proposición incongruente como la iconoclasia, son las dos acciones innovadoras que más generan resistencia y, por tanto, censura de la mayoría. Pese, incluso, a que igualmente puedan llegar a funcionar y generar el cambio. Igualmente cabe destacar que la conducta de la mayoría, en la circunstancia de la iconoclasia o cualquier forma de riña, es lógicamente esperable. No necesariamente porque sientan alguna clase de enojo frente a la destrucción de los monumentos, sino porque es el ego de la minoría vs el de la mayoría. Una cosa es pedir algo asertivamente y otra es hacerlo agresivamente. Para la mayoría, ceder ante esa clase de presión social, sería una terrible ignominia, como aceptar una suerte de esclavitud, proveniente de la soberbia de una minoría que se cree lo suficientemente poderosa como para hacer que la mayoría se prosterne ante ella. Todo se resume en una simple frase: “¿Quién se cree que es para decirme que hacer a mí?”

Por supuesto no digo que la persuasión sea más funcional, pero si que es menos desagradable para la mayoría. Es mejor nombrar opciones, llegar a acuerdos. Hoy en día, más allá de que no lo parezca, ya se encontró esa posible alternativa: la educación. Ese es el nuevo argumento para la innovación.

Categorías: Reflexiones

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